Las vanguardias

      Los vanguardistas sacaron a pasear al arte por los espejos cóncavos del callejón del gato. El resultado de este atrevido, original y rompedor experimento fueron los diversos “ismos” (expresionismo, futurismo, surrealismo, ultraísmo…). Todas estas corrientes respondían a la creciente necesidad de explorar nuevos horizontes artísticos.

      La llegada de la fotografía y del cine evidenció el final de las artes con pretensiones realistas y supuso la irrupción de formas expresivas y representativas no figurativas o alternativas a las tradicionales, las cuales tenían como objetivo  provocar, sugerir, divertir o hacer reflexionar al espectador sobre la función o el sentido del arte. Según el manifiesto futurista de Marinetti (1909)  “El coraje, la audacia, la rebelión, serán elementos esenciales de nuestra poesía”. La actitud  transgresora de este movimiento le llevará a defender que un automóvil rugiente es más hermoso que la Victoria de Samotracia.

     Pero los vanguardistas  no se conformaban con rebelarse contra sus precedecesores, sino que también querían crear nuevas realidades. Vicente Huidobro en su conocido ensayo “Non Serviam” (1919) proclamó que los artistas no debían seguir construyendo mimesis de la naturaleza; el poeta tenía que crear su propia flora y fauna y estas no tendrían por qué parecerse a ninguna de las que existen en la realidad.

      La decadencia espiritual y física  que parecía sufrir Occidente hizo que muchos artistas buscaran la inspiración en el vigor, la originalidad y la diversidad de las culturas africanas y latinoamericanas.  Estas dotaron a las vanguardias de nuevas  formas expresivas que, combinadas con la actitud  innovadora de los artistas, construyeron un arte elitista. Como indicaba Ortega y Gasset “El arte nuevo no es para todo el mundo, como el romántico, sino que desde luego iba dirigido a una minoría especialmente dotada”.[1]

      La “masa” al no poder entender la nueva sensibilidad, alejada del sentimentalismo y de la idea de mímesis característica del XIX, mostraría una profunda irritación y desprecio hacia las obras vanguardistas. Estas solo pueden ser apreciadas por los individuos que busquen el goce intelectual y que valoren tales creaciones por ser autónomas, abstractas, intrascendentes y estéticas.

     Los diversos ensayos que público Ortega y Gasset, en 1925, bajo el título de La deshumanización del arte desarrollaron estos conceptos, de forma imparcial y no dogmática, para que dichas obras pudieran llegar a ser comprendidas. La objetividad con la que el fundador de la Revista de Occidente trató el tema hizo que las distintas ideas que sugirió sobre el arte nuevo fueran bien recibidas, tanto por sus creadores como por los receptores más escépticos.

      No obstante, este conocido filósofo ya había manifestado su gran interés por las vanguardias en El arte en presente y en pretérito y había ayudado a su difusión dirigiendo diversas publicaciones. Pero no solo Ortega se encargó de dar a conocer el nuevo arte, en su divulgación tuvieron un papel imprescindible las tertulias literarias; las más conocidas son las que presidió Ramón Gómez de la Serna en el Café de Pombo de Madrid.

       El autor de  Automoribundia era consciente de la necesidad de mostrar la enorme renovación en la concepción y el uso del lenguaje que suponían las corrientes artísticas del momento. En su famoso ensayo Palabras en la rueca (1911) afirma que todo el discurso que hacemos para construir la realidad es un juego verbal; las cosas están ahí, pero apenas las percibimos pues son diferentes de lo que pensamos.

      Gómez de la Serna creía que el valor de una palabra no se hallaba recogido en los diccionarios, debido a que este es “de improvisación y de epifania y está en como se envuelve, en cómo se instruye de todo, en cómo se depura, y en cómo llega de invisiblemente para hacerse visible y real con una dimensión extraña y fija”.[1]

      Tales ideas quedaron plasmadas en sus greguerías; en ellas jugó a crear y a dinamitar el lenguaje a través de metáforas audaces, insólitas y humorísticas con la intención de alumbrar las banalidades e incoherencias de la vida. Para conseguirlo, contemplaba su entorno de una perspectiva distinta a la usual y se fijaba en los detalles cotidianos y los “capturaba” evitando usar el pensamiento deductivo “A la muerte no se la oye porque ya en la intimidad de la casa anda en zapatillas”.

       La voluntad de renovar el lenguaje y reflexionar sobre sus limitaciones también quedó  reflejada en la obra de Juan Ramón Jiménez. Este, al igual que Gómez de la Serna, se atrevió a explorar las fronteras de la lengua aunque alejándose, totalmente, de la actitud lúdica del novelista madrileño.  El escritor de Moguer deseaba poder captar la esencia de lo que lo rodeaba mediante las palabras  “Que mi palabra, sea la cosa misma/ creada por mi alma nuevamente”[1].

       Su obsesión por alcanzar tal propósito, le llevaba a la constante angustia de querer “nombrarlo” de nuevo todo a través de la poesía; pues según la creencia platónica poner nombre  es un ejercicio de apropiación y de descubrimiento. El poeta gaditano pensaba que, gracias a tal acción, podría lograr “el nombre último de las cosas”, es decir, la realidad absoluta. Es por este motivo que ante un vocablo que desconocía como “sky”, necesitaba descubrir la naturaleza secreta que había tras este término para poder hacerlo suyo “Como tu nombre es otro/, cielo, y su sentimiento/ no es mío aún, aún no eres cielo”.[2]

        El creador de Platero y yo creía que solamente si depuraba y “desnudaba” al máximo el lenguaje podría convertirse en un verdadero Creador segundo “¿Qué me importa, sol seco? /  Yo hago la fuente azul en mis entrañas”[3]. La idea del escritor como creador de un mundo, ya había sido recogida en Adán en el Paraíso (1910) de Ortega y Gasset. En esta obra el conocido filósofo había sabido percibir muy bien, como el resto de vanguardistas, que la realidad y el arte son ante todo un artificio construido  por  palabras.


[1] Eternidades, 1918.

[2] Diario de un poeta recién casado, 1916.

[3] La estación total, 1918-1936.

[1] Palabras en la rueca, 1911.

[1]  La deshumanización del arte, 1925.

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Acerca de Zoraida

Posee el doctorado en "Español: Lingüística, Literatura y Comunicación" de la Universidad de Valladolid. Ha realizado el Grado en Lengua y Literatura española (UAB) y el Máster de estudios filológicos superiores (UVA). Además, cuenta con dos posgrados: "Experto en Humanidades Digitales" (UNED) y "Diseño y gestión de proyectos elearning" (UOC). Gran parte del contenido del blog es de autoría propia y, por tanto, los derechos de propiedad intelectual de su contenido y de sus imágenes están reservados exclusivamente a su creadora. Los diversos elementos que conforman las entradas solo se podrá compartir reconociendo sus derechos morales y sin obtener ningún tipo de beneficio económico por ello.
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